Cuando el cole comenzó pensé que este año quizás sería diferente.
Y una vez más me equivoqué.
Ser hija de una profesora que cada año cambia de cole es algo que puede sonar hasta divertido, pero no lo es si cuando lo hace también cambia con su hija.
Este nuevo cole no era mejor ni peor que otros en los que había estado. Ni más grande, ni más pequeño. Ni más limpio ni más sucio. Eran todos iguales.
Mi madre me decía que por sus horarios, le venía mejor llevarme con ella a donde le asignaran por destino, además que no le costaba dinero ya que los profesores no pagaban por sus hijos. Ella decía que cuando tuviera suficientes puntos debido a la experiencia acumulada, podría elegir destino y las idas y venidas se acabarían.
Y claro, yo la creí.
En mi nueva clase el número de chicas era muy superior al de los chicos. Eso me resulto curioso, ya que en otros coles no había sido así. Pero tampoco me importaba mucho ya que sabía que no tendría amigos.
Al llegar a mi nueva aula, donde pasaría todo aquel largo año pude ver que solo los sitios del fondo y del medio estaban llenos. La primera fila tenía dos pupitres libres. Cuando me senté en el primero pude oír como desde las últimas filas las chicas cuchicheaban y se reían.
Más de lo mismo pensé.
Yo nunca fui una chica normal. Yo era muy especial.
Mi abuelo, con el cual vivía, me decía siempre que me veía llorar “sea lo que sea lo que te hace llorar seguro que es algo que se puede arreglar”. Y entonces yo le miraba y aunque sin ganas, le sonreía, ya que su gesto de niño travieso era muy divertido y me hacía olvidar por un instante mi desgraciada situación.
Yo era muy delgada. Y también era muy alta. Tanto que cuando la gente me conocía me decían que comiera más. Y yo no paraba de comer. Y de crecer.
En mi nueva clase solo había uno que era tan alto como yo. Cuando entró en clase, siendo el último en hacerlo, supe que tampoco tenía amigos. No saludo a nadie y el resto de la clase, como si fueran moscas, empezaron a emitir un gran murmullo debido a sus conversaciones en bajo pero de estridente tono.
Esta vez batí un record. En solo una semana ya me esperaban en la salida del colegía para molestarme. En el anterior habían tardado un mes.
Correr todo lo que podía era lo único que se me ocurría hacer. Y cuando me cogían y me empujaban yo miraba hacía el cielo. Y eso les enfurecía más. Me llamaban “Ana la larga”. Y el caso es que ni tan siquiera me llamaba Ana. Pero era cierto que era larga.
Yo a veces les decía que me dejaran un poco de tiempo para que me conocieran. Que yo sabía cosas que ellas apreciarían. Pero ni con esas.
Cuando me amenazaban que si lo contaba sería peor, yo las creía. Podrían castigarlas e incluso expulsarlas pero siempre volverían y entonces todo sería peor.
Mi abuelo, sin yo saberlo, me vio un día corriendo y eso le alarmo.
Sin querer intervenir, luego en casa me habló de cómo el en tiempos de guerra a un grupo se unió.
Era el grupo de los “sin voz” me dijo. Nadie quería ir con ellos ya que no hablaban con nadie, ni querían relacionarse. Nadie sabía que hacían ni que pensaban. “Pero yo conseguí hacerme amigo de ellos” y mientras lo decía sonreía como recordando pequeñas hazañas.
Mi abuelo continuó diciéndome. «Sabes, aprendí que uno era pescador y con su caña me dijo como pescar. Otro era leñador, y también me enseño. Incluso había un actor, que a interpretar a otras personas también me instruyo».
– ¿Qué me quieres decir?, pregunte a mi abuelo.
“Si quieres no sentirte sola debes dar el primer paso” me dijo mirándome fijamente. Y cuando lo hagas piensa que estarás haciendo un grupo. Y cuando uno tiene una pandilla, entonces, tu vida cambiara y a mejor.
-¿Y como puedo yo hacer eso abuelo?
– “Primero observa bien” me dijo. “Luego elige a aquella persona que merezca estar contigo. Puedes empezar con solo una. No hace falta más para dar el primer paso. Y luego, dale todo el cariño que puedas. Demuéstrale que eres una amiga incondicional” y mientras lo decía un puño en alto blandía.
Al día siguiente mientras estábamos en el patio, en el recreo, observé a todos mis compañeros. Por un lado el grupo de chicas que me esperaba en la calle jugaban a saltar a la cuerda. Luego, el pequeño grupo de chicos que jugaba al fútbol. Solo quedaba aquel último alumno que entro en clase el primer día. Era conocido como “el macarra”, por su chaqueta vaquera y sus peinados pelo pincho.
Por un momento se paso por mi cabeza ser su amiga. Elegirle a el. Era grande, era fuerte, todos le tenían miedo.
Pero en pocos segundos me quité aquella idea de la cabeza. ¿Qué podría hacer yo por el? ¿Qué haría que el quisiera ser mi amiga?
Aquel día me alcanzaron muy pronto, tanto que además de empujones les dio por pegarme. No mucho, pero mi orgullo más que mi físico estaba ya muy magullado.
Ser una niña diferente no era fácil.
Al llegar a casa juré que eso cambiaría. Que yo era especial y que tendría amigos porque yo sería la mejor de las amigas.
Durante varios días me fije como “el macarra” tenía problemas con la lectura. Y no digamos con la escritura. Y yo era buena con eso.
Al cuarto día me arme de valor y en el patio, mientras los dos jugábamos a pasar el tiempo, me acerqué a el.
Tenía miedo de lo que pudiera pasar. Pero pensé en aquellas horribles niñas en la puerta esperando y ese miedo se convirtió en deseos de poder cambiar eso.
El patio era rectangular y el se acurrucaba en una de las esquinas donde casi podía pasar por parte de la fachada del edificio. Por eso aquel día yo me puse mi vestido color rojo ladrillo, para también pasar desapercibida.
Nadie me vería acercarme. Y lo hice tan bien que cuando le salude pego un gran brinco que le hizo darse con su cabeza en la barandilla.
Cuando temí que me lanzaría un grito con una sonrisa me miro y sonriendo me dijo “eres buena haciendo el indio”.
Entonces yo le miré a los ojos y pensé en que este poco tenía de macarra.
Le conté que estaba creando una pandilla y que el podía ser el jefe. Eso parece que le gusto ya que para ser jefe hay que ser macarra y para ser macarra hay que ser jefe. Yo le dije que los jefes son poderosos, listos, fuertes. Que los jefes son los mejores del mundo.
Entonces, el futuro jefe, me pregunto que tendría que hacer el para serlo.
Y yo, con una voz de pito que prometo que no era la mía le dije “debes proteger a los de la pandilla”. Solo eso, ni más ni menos.
Y era cierto, solo tenía que hacer eso. Sencillo.
¿Y la pandilla que hará por mi?, preguntó mientras se arrascaba sus cuatro pelos de la perilla.
La pandilla podría ayudarte con los estudios, hacerte incluso los deberes, pero siempre y cuando tu les protejas. No quería ser pesada, pero quería que ese punto quedara claro.
“No es mal negocio” me dijo. Seré jefe y tendré los deberes hechos. ¿Cuándo empiezo?
Le dije que ese mismo día a la salida habría la primera kedada. Que yo le esperaría a la salida de clase e iríamos juntos hasta mi casa donde yo le haría los deberes y hablaríamos de cómo nos llamaríamos. Toda cuadrilla debe tener un nombre.
“Fantástico” dijo.
Ese día empezó mi nueva vida. Al salir y verme con “El macarra jefe” las niñas ni se acercaron. Desde los lejos y sin que el jefe me viera les miré y les sonreí. Ahora tenía una pandilla y se acabo el aporrearme.
El curso transcurrió y a la pandilla tres niños y dos niñas más se unieron. Y el jefe lo hizo muy bien. Cuando a alguno nos molestaban el con su peine les amenazaba con que si repetían esas faltas un mamporrazo les daría.
Los deberes los empezó a hacer cuando vio que ni un examen aprobaba y entonces yo le explicaba como escribir, como leer y como sumar y restar.
Sus notas mejoraron y como un suspiro el curso llegó a su fin.
El jefe, cuando se enteró que me cambiaba de colegio, me regalo su bien más preciado. Su peine no era cualquier peine. Era el peine del jefe. Y entonces fue cuando me dijo “gracias por haberme dado la oportunidad de ser tu amigo”.
Todo el mundo se merece una oportunidad y seguro, que queriendo o sin quererlo, si ayudamos a los demás, nuestra vida se convierte en algo mejor.
Luego, a pesar de estar en otros coles la cuadrilla creció gracias a los amigos que fui haciendo por donde pasaba, y también gracias a los amigos de mis amigos, y todo el mundo tenía voz y decía lo que pensaba. Y cuando les dabas la oportunidad, te asombraban de lo mucho que sabían de cosas que uno desconocía.